Jamel Ghomari no busca poetizar la realidad, sumiéndola, por ejemplo, en una
especie de ensoñación ni connotándola melancólica o sentimentalmente, tal como
pueden hacer otros artistas. Tampoco aspira a enunciar el recurso surrealista de
lo maravilloso, al que André Breton, en el Primer Manifiesto del Surrealismo (1924),
le otorgó un valor supremo: «solamente lo maravilloso es bello». Lo maravilloso
puede ser entendido como la poetización de la realidad y la revelación de algo
contenido o soterrado en lo cotidiano. Este ejercicio, que se realiza a través de la
imaginación del artista y de su facultad de revelar –de hacer visible lo velado-,
excita la sensibilidad e imaginación humanas. Lo maravilloso venía –y viene- a
subvertir la realidad en un gesto de libertad e imaginación, constituyéndose en
una manera fascinante de huir de la monotonía y de lo inequívoco. En rigor,
Ghomari aspira a una meta similar, como es la huida y constituirse en gesto
esquivo en sí mismo, pero en lugar de desvelar, vela u oculta. Pero, en ocasiones,
velar conlleva, por extraño que nos parezca, una suerte de desvelamiento. No nos
referimos tanto a que el artista se convierta en suerte de luz demiúrgica que nos
descubra prismas ocultos o aristas inadvertidas de la realidad, como a que su
obra permita descubrirnos en una suerte de revelación. Por así decirlo, Ghomari
vela u oculta para mostrar(nos).
Ghomari desemboca, si acaso, en otra noción de estirpe surrealista, aunque el
creador no haga por una recuperación consciente de la misma. Nos referimos al
extrañamiento, al dépaysement, que, en gran medida, también fue formulado por
Breton. En esa búsqueda del extrañamiento se genera perturbación y enigma,
buscando conflictivizar la realidad, generando una respuesta anómala y
desubicada en el receptor. Y es que, el trabajo de Ghomari tiene como centro al
espectador, somos nosotros los que, ante la falta de elementos prístinos e
inequívocos, nos vemos obligados a una suerte de búsqueda de sentido o simple,
pero plena, experimentación; esto es, una interpelación directa.
Sin embargo, Ghomari, con ello, por paradójico que parezca, viene a revelar la
potencia y plenitud que puede alcanzar el vacío referencial y, como posible
consecuencia de él, el vacío de significación. Quizá, en vano, buscaríamos otro
sentido o final a su estrategia, ya que el artista parece perseguir el
distanciamiento completo de cualquier asidero posible, pero sin caer en la nada,
en la no referencialidad. No es extraño que una figura como la de John Cage sea
motivo de homenaje o inspiración de alguna pieza audiovisual, como reza en su
propio título. Sin embargo, siempre aparecen la sugerencia, lo evocador, tal vez
el indicio. A saber, algo: un murmullo, una trepidación, una sombra, una imagen
difusa. Lo suficiente para sentirnos interpelados. El detonante, el cabo de una
cuerda de la que debemos tirar o simplemente seguir en un proceso que es, en
esencia, un viaje a nuestro descubrimiento como sujetos perceptivos.
Tanto es así que Ghomari parece concebir sus obras como dispositivos perceptivos.
Podríamos decir que, con indiferencia de su naturaleza disciplinar (fotografía,
vídeo o instalación), su tamaño y nuestra relación con ellas (experimentarlas in
situ y fenomenológicamente, como las instalaciones, o como en las fotografías
como meros espectadores, desde un afuera), todas sus obras juegan con los
procesos perceptivos. De este modo, altera nuestra percepción, la somete a una
suerte de trance. Así, experimentamos una dilación de la
conclusión/comprensión/asunción de sentido que supuesta y obligatoriamente
debe incorporar cualquier obra de arte. Quedamos en espera. O no nos queda
otra opción que seguir creciendo en esa búsqueda de sentido. Ghomari intenta
anular cualquier certeza y fuerza el extrañamiento, de ahí las trepidaciones, la
falta de nitidez, el uso del velado o la interposición de filtros. Hay en ello,
también, una invitación a experimentar lo sublime, a dejarse llevar por el tintineo,
por la sugerencia, por el brillo, en definitiva, por accidentes visuales y sonoros
que nos retienen y nos hacen elevarnos, suspendernos, sublimarnos haciendo de
ese gesto mínimo algo inmenso y pleno.
Asimismo, Ghomari se enfrenta a la pulsión escópica que nos domina, a la
hegemonía del mirar, de que la vista domine y concluya. Esto es tanto como decir
que se sitúa contra la hípervisualidad y, ante todo, contra la verborrea visual. No
es gratuita esta figura (verborrea visual) que compromete dos sentidos: el oído y
la vista. Hacemos mención a esas imágenes en las que el espectador asume o
acepta en lugar de experimentar. Tal vez Ghomari ofrezca preguntas en lugar de
respuestas y, en consecuencia, nos corresponda a nosotros, espectadores, la
resolución de ese cuestionamiento; quizá la voz que debemos escuchar es la
nuestra, las respuestas que convocan los dispositivos de Ghomari. No se arroga
el artista, por tanto, un papel como prescriptor o como un narrador omnisciente
que pilota nuestro proceso de comprensión, sino que nos ofrece la obra como
ámbito para que experimentemos y nos descubramos. Si existe un
posicionamiento contra la hípervisualidad y la verborrea, es porque Ghomari se
alía con el silencio. Valga esta imagen tanto en sentido literal (sus imágenes fijas,
por ejemplo), como metafórico, ya que en sus vídeos el sonido es fundamental.
Al hablar de vacío nos referimos a la significación, a un situarse contra finiquitar
y concluir el sentido, a hacer unívoco su trabajo.
De este modo, ante las obras de Ghomari transitamos un eterno umbral, miramos
ese intersticio, ese ámbito de tránsito entre lo ignoto y el sentido. Y puede que el
sentido de la poética de Ghomari no sea otro que hacernos morar la frontera, el
tránsito, el umbral, la niebla, la aparente falta de sentido. Lo incierto, la
sugerencia, lo esquivo, la huida, la fuga o lo resbaladizo se adaptarían a ese
universo de imágenes y sombras que nos regala Ghomari como oportunidad, de
susurros y murmullos en lugar de voces rotundas y dictatoriales que detentarían
el sentido. Perderse para encontrarse.
JFR
Enero de 2025